Los propios funerales de Nelson Mandela prueban la
grandeza de su carrera como político, mártir y hombre. Ha reunido entorno a sus
restos mortales a políticos de todas las ideologías, desde izquierdistas
radicales, Raúl Castro, hasta moderados, Barack Obama, pasando por un sin fin
de aristócratas, intelectuales, derechistas, deportistas, artistas y demás seres
vivientes que tuvieron con qué pagarse el boleto para ir al funeral de la década.
Mandela supo ganarse un funeral así. Tener al
presidente de los Estados Unidos como orador principal en tal acontecimiento es
un logro que requiere méritos que otros grandes líderes parece que no
alcanzaron. Mandela probó de todas las ideologías. Tuvo una larga vida para
hacerlo. Fue tan comunista que incluso en la antigua URSS lo tomaron como símbolo,
y tan pacifista que se ganó el amor de los estadounidenses, el país
identificado como el más belicoso de estos tiempos.
Mandela estrechó la mano de Fidel Castro y George W. Bush
y de otros tantos hombres tan distantes ideológicamente como esos dos y nadie
dijo nada. Era Mandela. Tres décadas en prisión lo dotaron de inmunidad para no
pagar precio alguno por tener amigos a ambos lados del telón. Pero también le
dieron la sapiencia necesaria para no dejarse ganar por el rencor y ser incono
de la paz. No fue dictador, pese a que pudo serlo, lo amaban tanto sus
compatriotas que aún si después de su presidencia se hubiera eternizado en el
poder, hoy le estarían brindando el mismo funeral. Pero no lo hizo. Era amigo
de Fidel, pero no era como Fidel.
Los asistentes a su funeral prueban quién era el
hombre. Hace poco, durante el funeral de Hugo Chávez, asistieron bastantes líderes
de izquierda y uno que otro de derecha. Cuando murió la Dama de Hierro, la operación
se verificó a la inversa. Mandela rompió esa tan poderosa hoy en día barrera ideológica.
Un hecho impensable.
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