Casi a todas las personas les gustan las artes plásticas,
sino coleccionarlas cuando menos admirarlas en los museos, los templos o las
propias calles. Cuando las obras son figurativas, cualquiera es experto, basta
tomar como base El David o la Venus de Milo, cuerpos perfectos con
proporciones minuciosamente cuidadas, para darse una idea de belleza, de esa
belleza humana que los escultores han trasladado a la piedra por milenios.
Los nazis fueron grandes admiradores del arte
figurativo apegado al clasicismo. Podían fácilmente admirar su belleza, como
cualquier iletrado o letrado idiota. Pero despotricaron contra el arte
abstracto porque sencillamente no lo entendían. Sus mentes acotadas por un
endurecido fanatismo no los dejaban ver arte en lo que no parecía arte griego o
romano.
Pero los nazis no son los únicos que se hallan en
problemas con el arte abstracto. Le puede ocurrir a cualquiera. Porque,
sencillamente, admirar una obra perfectamente estilizada es sencillo, pero
hallar la belleza e incluso recibir un mensaje o un guiño de una obra
abstracta, que coquetea con la fealdad, el misterio, la broma y la farsa no es
cosa fácil. Nada fácil.
Más todavía, el primer problema surge al pretender
determinar si una piedra mal aporreada que se asemeja a una forma humana es
arte. Para decir que sí hace falta no tener miedo al ridículo y a eventuales críticas.
Porque el arte en esta fase es motivo de una enorme subjetividad por parte de
los espectadores. Algunos pueden decir que sí, otros que no, otros que sí pero
que no tanto, otros que vale mucho, otros que no vale nada, y etc y etc.
¿Cómo salir al paso en semejante dilema? Aparentemente
es fácil, la pieza debe gustarnos, transmitirnos algo. Si eso ocurre, es arte,
y no importa que para muchos más no lo sea. Las obras de arte, las buenas y las malas, siempre
reciben casi por igual críticas buenas y malas.
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