Los aristócratas, esa vieja élite que subsiste en
calidad de ornato tras su colapso en la primera guerra mundial, durante siglos
han tenido fama de ser la gente más culta, bibliotecas andantes que
se las saben todas.
El concepto que se tiene de un aristócrata aun de la
nobleza es el de alguien que domina varios idiomas, se conoce a los clásicos y
a los grandes escritores de otros tiempos, así como la obra de los artistas más
destacados, lo que le reditúa en un “buen gusto” infalible. Pero allí no
termina la cosa, un aristócrata, aunque no se meta en política, sabe del tema, y,
por supuesto, también del sector empresarial, de las más convenientes
inversiones, de los productos más rentables y de los aspectos fiscales que los
acompañan.
Por lo que hace a los aristócratas de la realeza, se supone
que su preparación ya no se diga en academias sino en el seno del hogar, es
todavía más amplia. Y allí es donde se ubicaría a doña Cristina de Borbón y
Grecia, infanta de España, descendiente de personalidades como la reina
Victoria, el Káiser Guillermo II, la emperatriz María Cristina, y más atrás de
Carlos V y los mismísimos reyes católicos.
Doña Cristina de hecho tiene mejor situación que la de
muchos miembros de una realeza extinta que tienen que trabajar seriamente para
conservar su situación privilegiada o cuando menos para subsistir, como lo son
en estos tiempos los Romanov, los Habsburgo, los Hohenzollern y tantos otros. Ella
tiene el privilegio de que aún en esta época su padre es Rey.
Así las cosas, el concepto que se puede tener de ella
es el de una infanta culta, refinada, con conocimientos de arte, de idiomas, de
finanzas, del sector empresarial y tributario, alcances que muchas veces
abarcan a personas que han conseguido un titulo universitario sin pertenecer a
una familia de rancio abolengo.
Pero en su declaración ante el juez Castro, doña
Cristina prefirió ser conocida como una infanta tonta, desmemoriada e ignorante
antes que contemplar la posibilidad de ir a prisión por una temporada. La señora
de Urdangarín dijo desconocer cosas elementales que podría conocer cualquier
ciudadano español con un empleo formal.
Salta a la vista que la infanta de tonta no tiene un
pelo, por eso quiere alejarse de un posible encarcelamiento y prefirió el ridículo
y el sello de ignorante antes que ir, como muy probablemente irá su esposo, a
prisión.
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