martes, 20 de agosto de 2013

La educación pública y la realidad alterada

La enseñanza impartida por el Estado, previo cobro de impuestos, está en casi todo el mundo rodeado de un enorme fanatismo. Para las cúpulas intelectuales muchas veces ni siquiera hay espacio en el que se pueda desarrollar un debate: la educación pública es un derecho, dicen, es obligación del Estado financiarla y todos los pretendientes a estudiantes deben de tener un lugar en las aulas.

Los jóvenes, los principales interesados, también cierran todas las posibles puertas al debate, para ellos el Estado tiene que educarlos, para eso nacieron, para eso son jóvenes y para eso tienen sueños. Muchos llegan a los extremos, no sólo quieren la educación gratis, también quieren el trabajo vitalicio una vez concluidos sus estudios.

Los defensores de la educación pública y gratuita argumentan que sin este recurso, millones de jóvenes no tendrían la más mínima posibilidad de salir de la pobreza, entre otras cosas menos o más graves. Y viendo las cosas desde esa perspectiva, naturalmente que el argumento tiene solidez, pero no sólo por allí debe de analizarse la situación.

Para costear esa educación pública, el Estado se ve en la necesidad de estirar con furia la mano para que todos los contribuyentes, pequeños y grandes, le depositen religiosamente los impuestos. Y aquí es donde es posible analizar la educación pagada por los gobiernos desde el otro lado.

Un trabajador sin hijos que se mata cada día para subsistir, que se levanta de madrugada, sale de su casa por la mañana y vuelve molido por la noche, ¿está moralmente obligado a pagar unos impuestos cada vez más altos para que sean educados unos hijos que no son suyos?

O un hombre al que no le gusta trabajar, pero que aun así es padre de cinco hijos, ¿tiene el derecho de exigir que se los eduquen con el dinero de otros por el simple mérito de haberlos engendrado?

Suponiendo que sea correcto que se le quite su dinero a los trabajadores para educar hijos que ellos no engendraron, no deja de ser cuestionable el hecho de que en las escuelas sean aceptados todos los estudiantes: los que faltan, los que no estudian, los que obtienen las peores calificaciones, los que rayan las paredes y los que a veces secuestran su propia casa de estudios para exigir que se respeten sus “derechos”.

Los estudiantes que saben que su educación es costeada con el dinero de la gente que trabaja y que no tiene ningún laso familiar o afectivo ni obligación para con ellos, cuando menos deberían de esmerarse en no tirar ese dinero a la basura y en aprovechar en su justa medida la oportunidad que se les está regalando. Para quienes no aceptan esa sencilla verdad, definitivamente no puede haber cabida en una escuela pública.

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