La enseñanza impartida por el Estado, previo cobro de
impuestos, está en casi todo el mundo rodeado de un enorme fanatismo. Para las cúpulas
intelectuales muchas veces ni siquiera hay espacio en el que se pueda
desarrollar un debate: la educación pública es un derecho, dicen, es obligación del Estado financiarla y todos los pretendientes a estudiantes deben de tener un
lugar en las aulas.
Los jóvenes, los principales interesados, también
cierran todas las posibles puertas al debate, para ellos el Estado tiene que
educarlos, para eso nacieron, para eso son jóvenes y para eso tienen sueños. Muchos
llegan a los extremos, no sólo quieren la educación gratis, también quieren el
trabajo vitalicio una vez concluidos sus estudios.
Los defensores de la educación pública y gratuita argumentan
que sin este recurso, millones de jóvenes no tendrían la más mínima posibilidad
de salir de la pobreza, entre otras cosas menos o más graves. Y viendo las
cosas desde esa perspectiva, naturalmente que el argumento tiene solidez, pero
no sólo por allí debe de analizarse la situación.
Para costear esa educación pública, el Estado se ve en
la necesidad de estirar con furia la mano para que todos los contribuyentes,
pequeños y grandes, le depositen religiosamente los impuestos. Y aquí es donde es
posible analizar la educación pagada por los gobiernos desde el otro lado.
Un trabajador sin hijos que se mata cada día para
subsistir, que se levanta de madrugada, sale de su casa por la mañana y vuelve
molido por la noche, ¿está moralmente obligado a pagar unos impuestos cada vez
más altos para que sean educados unos hijos que no son suyos?
O un hombre al que no le gusta trabajar, pero que aun así
es padre de cinco hijos, ¿tiene el derecho de exigir que se los eduquen con el dinero
de otros por el simple mérito de haberlos engendrado?
Suponiendo que sea correcto que se le quite su dinero
a los trabajadores para educar hijos que ellos no engendraron, no deja de ser
cuestionable el hecho de que en las escuelas sean aceptados todos los
estudiantes: los que faltan, los que no estudian, los que obtienen las peores
calificaciones, los que rayan las paredes y los que a veces secuestran su
propia casa de estudios para exigir que se respeten sus “derechos”.
Los estudiantes que saben que su educación es costeada
con el dinero de la gente que trabaja y que no tiene ningún laso familiar o
afectivo ni obligación para con ellos, cuando menos deberían de esmerarse en no
tirar ese dinero a la basura y en aprovechar en su justa medida la oportunidad
que se les está regalando. Para quienes no aceptan esa sencilla verdad,
definitivamente no puede haber cabida en una escuela pública.
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