Muamar el Gadafi se hizo del poder en Libia, tras una
sangrienta revolución, cuando aún no tenía treinta años de edad. Su juventud,
su ideología izquierdista y su papel de líder en su país provocaron que fuera
conocido como el Che Guevara árabe.
Desde entonces se paseó por todo el mundo con su
extravagante vestimenta, se retrató con líderes efímeros y con dictadores de su
calaña, se ganó el odio del mundo civilizado y también el perdón, se le acusó
de casi todo, de asesino, de tirano, de terrorista y de farsante. Pero hubo
algo de lo que el mundo, mientras estuvo vivo, no lo cuestionó.
Aquel joven musulmán que se apropió del poder en Libia
lo hizo de forma total. Una vez sentado en su puesto de dictador no permitió
discrepancia alguna contra su persona. El país era totalmente suyo y dispuso de
sus riquezas como le dio su real gana, las usó para satisfacer su megalomanía,
para comprar los saludos de gobernantes, artistas y empresarios del mundo
entero. Pero también usó su poder para algo más. Según la periodista francesa Annick
Cojean, Gadafi era un pervertido sexual, violar y humillar a sus víctimas era
su pasatiempo favorito. Mientras fue amo y señor en Libia sus salvajes instintos
fueron satisfechos por mujeres que tenían la mala suerte de atravesarse en su
mirada y gustarle.
Cojean llegó a Libia un día después de la muerte del
dictador. Poco después conoció a una mujer que había sido víctima de la mente
siniestra de un hombre pervertido que sabía que podía hacer todo el daño que quería
sin que nadie se lo reprochara. La periodista francesa escribió un libro
titulado Las presas en el harem de Gadafi,
del que se habla mucho de estos días porque pone al descubierto los más
perversos y secretos vicios del tirano.
Gadafi era un adicto al sexo, pero también disfrutaba mezclarlo
con su posición de poder. Lo usaba para humillar, para sentirse superior a sus subordinados,
ministros incluidos, quienes tenían que ser parte de su dieta sexual.
Sus víctimas dentro de la población civil eran
elegidas de una forma peculiar y siniestra. Si alguna mujer le resultaba
atractiva al dictador en un acto público, aun si era una adolescente, éste le
ponía su omnipotente mano en la cabeza. Sus escoltas entendían la señal. Poco después
acudían a su casa por ella y la pesadilla comenzaba.
Pero no sólo ciudadanos libios formaban parte del harem del dictador. Las esposas e hijas de embajadores también eran atraídas hacia él
gracias a su ilimitado poder y recursos. En sus viajes al extranjero
seleccionaba víctimas, quienes por costosos regalos accedían a ir con él a
Libia sin imaginar lo que les esperaba: formar parte de la dinámica sexual de un hombre que practicaba el sexo desde un puesto que se había atribuido él mismo y que se asemejaba al de una divinidad.
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