Según las normas vigentes, el Papa tiene que se
elegido únicamente por escrutinio. El cardenal que ocupará la silla de Pedro
debe de obtener dos terceras partes más uno de los votos de todos los príncipes
de la Iglesia. Es
decir, 79 cardenales tendrán que favorecer a otro para que se presente el humo
blanco.
Visto así, parece difícil que del Cónclave pueda
surgir un Papa. Pocos presidentes, después de gastarse verdaderas fortunas en
sus campañas, pueden presumir una victoria tan aplastante. Además, se supone
que los cardenales tienen prohibido promocionarse a sí mismos. ¿Cómo entonces
surgirá un verdadero afortunado al que otros 79 voltearán a ver con la admiración suficiente
como para elevarlo a la dignidad de Papa?
Aunque el Cónclave goza de una absoluta privacidad y sólo
los cardenales electores saben con certeza lo que allí ocurre, es evidente que
sólo hay una forma de que se pongan de acuerdo para elegir al que será el nuevo
sucesor de Pedro.
Los cardenales, por lógica, primero tendrían que
analizar qué perfil debe de tener el nuevo Papa de acuerdo a las circunstancias actuales del catolicismo y del mundo entero. Posteriormente, algunos, quizás
los de mayor influencia, elaborarán una especie de lista con los nombres de quienes
cumplen con ese perfil, procurando que ésta sea lo suficientemente reducida
como para que los votos no se dispersen mucho.
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