Debido a que en seis siglos no había renunciado un
Papa, el que se avecina para principios de marzo será un Cónclave totalmente
fuera de lo común, tanto para los cardenales como para el Papa. En esos días
Benedicto XVI estará en El Vaticano, presenciado un proceso que en circunstancias
“normales” habría ocurrido después de su funeral.
Ésta es precisamente una de esas épocas en que el mudo
recuerda que los cardenales son príncipes de la Iglesia y el Estado
Vaticano una monarquía electora, la única que queda.
Los purpurados ya se preparan para acudir a Roma,
algunos con la seguridad de que volverán a sus países una vez que sea elegido
el nuevo Papa y unos pocos con la esperanza, la añoranza y el deseo de quedarse
en la Ciudad Eterna
para toda la vida, ocupando el lugar de Pedro.
El hecho de que Benedicto XVI vaya a estar allí, tan
cerca de los príncipes electores, y vivo, convierte al Cónclave en un
acontecimiento totalmente inusual, pero sin duda para él, hermoso.
El Papa, en su calidad de líder vitalicio, como pasa
con los reyes -que él también de alguna manera lo es-, no tiene derecho a
esperar la jubilación. Ya vimos a Juan Pablo II en conmovedoras escenas esforzándose
por cumplir su deber, aun cuando su salud ya no le permitía siquiera caminar.
Y no se puede olvidar que el Papa es también un
hombre, y comúnmente un hombre envejecido, que también tiene derecho a desear
el fin de sus responsabilidades para dedicarse a darle reposo a su cansado
cuerpo.
El Cónclave que en otras circunstancias sería el
epilogo de su funeral, para Benedicto XVI será un proceso liberador. Podrá olvidar
los horarios, leer libros que no ha podido leer, mantener conversaciones
prolongadas con sus seres queridos. Podrá, al fin, descasar, algo a lo que tiene derecho como cualquier ser humano que se ha pasado la vida trabajando
duro.
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