El hecho de que durante seis largos siglos ningún Papa
haya renunciado le imprime a la renuncia de Benedicto XVI cierto matiz de incredulidad. Se esperaba que
renunciara cualquier jefe de Estado, menos él. Los papas, según la historia, no
abandonan a sus ovejas más que cuando mueren.
Bien pudo abdicar el rey Juan Carlos I de España y dejarle el lugar al príncipe de Asturias.
En estos tiempos la popularidad del Rey es tan sospechosa de no existir como la
honradez de su yerno, y separarse del trono muchos lo considerarían apropiado
para que la monarquía de los Borbones pueda volver a empezar, una vez más.
También pudo renunciar al cargo Hugo Chávez, para morir sin preocupaciones y que Venezuela inicie
el proceso de constituir un nuevo gobierno votado por el pueblo o simplemente
para que el país deje de ser visto como un Estado sin cabeza mientras él continúa
recuperándose.
Otro que también pudo optar por irse es Bashar Al-Assad, con la buena intención
de que la guerra civil que ha desangrado a su país acabe de una vez. El mayor
motivo por el que esa guerra existe es precisamente su permanecía en el
gobierno.
Hasta la mismísima Isabel II del Reino Unido pudo haber renunciado, y no precisamente
por falta de popularidad, sino para que su hijo, el príncipe de Gales, no se
muera de viejo esperando su turno.
De cualquier parte del mundo pudo haberse esperado una
renuncia de un jefe de Estado, menos por parte del Papa. Pero visto está que Joseph Ratzinger realmente ejercía sus
funciones, exigiéndole energías a su cansado cuerpo. No le costaba nada seguir
siendo una figura simbólica mientras sus subordinados tomaban las decisiones
importantes, pero visto está que el Papa es realmente un hombre comprometido
con su deber.
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