Cuando Joseph Ratzinger fue elevado a la silla
de Pedro en el 2005, inmediatamente fue degradado en las comparaciones con su
antecesor. Juan Pablo II había sido
un Papa enormemente carismático. Pocos tenían conocimiento del teólogo
extraordinario que se escondía en su cerebro, pero el viejecito con sonrisa de
abuelito tierno tenía al mundo totalmente seducido.
Ratzinger,
ya como Benedicto XVI, demostró ser un hombre tímido, sin poseer siquiera la
mitad del carisma de su antecesor. Y por si eso hubiera sido poco, los que no querían
a un hombre inteligente en la silla de Pedro, empezaron a darle publicidad a su
apodo de Panzerkardinal.
Siendo apenas
un adolescente, a los 16 años, fue llamado a filas por el que, junto con el soviético,
ya era el régimen más criminal de la historia. Corría el año de 1943 y Alemania
estaba a punto de perder la guerra. Pero al joven Ratzinger nunca le tocó
pelear. Los Panzer, o sea los
tanques alemanes, no tuvieron nada que ver con aquel adolescente. Aunque eso no
ha importado nunca a sus críticos en su afán de desprestigiarlo.
Lo que sí
hizo el futuro Papa en aquellos años, fue reconocer ante sus superiores, que no aceptaban más religión que la ideología del régimen, su deseo de llegar a ser
sacerdote católico. Se burlaron de él, obviamente.
Algunos de
sus más fieros y anónimos enemigos, aprovechándose de la ignorancia ajena y
olvidando su edad y sus convicciones durante la guerra, lo atribuyen la función
de sembrar la ideología de los nazis cuando estuvo en el ejército.
Pero la verdad es que era apenas un jovencito sin maldad, que tuvo que ir a filas
porque al régimen que gobernaba su país no se le podía decir en nada que no si
se pretendía seguir vivo.
Ya convertido
en ministro del Señor, Ratzinger destacó más como teólogo que como pastor. Por
eso y no por otra cosa llegó a ser Papa. Es, aún a sus 85 años, uno de los
intelectuales más brillantes que tiene la Iglesia. Juan Pablo II, que
también lo era, por esa razón lo tuvo a su lado.
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