La principal autoridad del Vaticano, es decir el Papa,
ha pasado en varios siglos de ser el hombre más poderoso del mundo a una figura
casi simbólica, jefe de Estado de un país chiquito y líder espiritual de
millones de fieles que cada vez lo son menos.
Hace siglos, el Papa decidía por qué había guerras,
quién contra quién peleaba en ellas y, si le hacía falta, también participaba. El
Papa se daba el lujo de reconocer o de desconocer a un rey, incluso el
emperador del Sacro Imperio Romano Germánico no podía serlo si él no le daba el visto bueno.
El Papa decidía cuáles hijos de reyes eran bastados y
cuáles no, de su decisión dependía qué rey se podía casar con su prima, aunque
fuera su prima, y qué rey no podía hacerlo porque era su prima.
El Papa también podía decidir cuáles territorios le pertenecían
a un país y cuáles no. El Papa podía desprestigiar y podía enaltecer, daba y
quitaba poder y, sobre todo, era un experto en usarlo.
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