Hace unos años España tenía una economía en
crecimiento constante, donde la clase media se permitía un nivel de vida
envidiable; el país era homologable a Francia y la mismísima Alemania, pero
algo pasó. Durante los ocho años del gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero, España literalmente se despedazó, y
en varios frentes.
Y como ocurre en las democracias cuando un país entra
en crisis, el pueblo cambió al partido gobernante. Algo lógico después de la
debacle gestaba por Zapatero, pero a poco más de un año del cambio de gobierno,
al repunte económico aún no se le ven ni pies ni cabeza, por el contrario, el
actual presidente del gobierno, Mariano
Rajoy, ha sido relacionado con el escándalo que tiene entre la espada y la
pared a su partido, propiciado por Luis
Bárcenas y sus millones en un banco de Suiza.
Y si al gobierno elegido por el pueblo le llueve por
todos lados, al simbólico, el que se sustenta en la tradición, no le va mejor. El
escándalo desatado por el posible enriquecimiento ilícito del yerno incomodo
del rey Juan Carlos, Iñaki Urdangarín,
está en su punto más caliente. No sólo el yerno podría ir a la cárcel, sino que
ya muchos diarios especulan sobre la posible pronta imputación de su esposa, la
infanta Cristina. Incluso se habla
de que a ella se le está presionando para que renuncie a sus derechos como
miembro de la familia real o se divorcie de su esposo.
Cuando un país es rico casi nadie se fija en la
corrupción. Sobra de dónde tomar el dinero y sobra dinero para llegar a
acuerdos. Pero cuando ya no hay tanto qué repartir y el pueblo empieza a exigir
eficiencia a sus gobernantes, se descubre la poca eficiencia de éstos, su
hambre de dinero y sus pocos escrúpulos a la hora de echarle la mano encima. Y eso
ocurre ahora mismo en España, justo cuando el país necesita gobernantes que
sean muy diferentes a los que están exhibiéndose tal cual son.
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