Aunque aún quedan algunas monarquías en Europa, los
reyes son más parte de un protocolo y figuras simbólicas que otra cosa. Todos
están supervisados por un parlamento y empatados o superados en autoridad con
un primer ministro o un presidente.
El Vaticano, aunque no se dice muy a menudo, también
es una monarquía, pero ésta sí es totalmente absolutista. El poder del Papa, el
jefe de Estado, no puede ser cuestionado, ni regulado, y sus decisiones no
pasan por ningún filtro aprobatorio.
Eso ocurre gracias a que El Vaticano pasó a ser, después
de la reunificación de Italia, un país sin territorio. Hasta entonces el Papa
había sido el soberano de los Estados Pontificios, una fracción centroitaliana cuya
capital era Roma.
Cuando el rey Víctor Manuel II mandó sus tropas contra
Pío IX y lo despejó de sus territorios, indirectamente le dio al Vaticano, como
Estado y como monarquía, la posibilidad de sobrevivir.
Al ser un país sin ladrones ni prostitutas, sin
mendigos en las calles ni carreteras oscuras, sin asaltabancos ni antros de
mala muerte, sin sindicatos siempre dispuestos para las huelgas, sin diversidad
religiosa y sin todo lo demás que puede poner de cabeza a un país, El Vaticano
tiene la existencia asegurada.
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