En tiempos pasados, cuando el país azteca estaba
gobernado José López Portillo, el narcotráfico
ya tenía una fuerte influencia, pero brillaba por la discreción. México era un
territorio de transito de la droga, llegaba al país desde Colombia y se dirigía
a la extensa frontera con Estados Unidos.
La violencia no era mucha. Las zonas de influencia
estaban bien repartidas y los capos respetaban a las familias de sus enemigos
para de esa manera cuidar a la propia. Sí que había enfrentamientos entre
diferentes grupos, pero nada que no se pudiera superar. El PRI presentaba a un
capo capturado cada que la opinión pública se alteraba y fin de la historia.
Tres décadas después, el escenario es totalmente
diferente. La ONU
ha alertado a México sobre las catastróficas consecuencias de la ocupación
territorial por parte de los cárteles. La situación ha superado con mucho al
mero tráfico de drogas y ya no existen los acuerdos ni el respeto reciproco
entre capos. Ahora la consigna es matar al rival y vivir tanto de la droga como
de la ciudadanía, por medio de la amedrentación para mantenerla cooperando y
semiesclavizada.
En muchas ciudades de México no manda más que el cártel
que la tiene ocupada. La policía local, se presume, está sometida y vinculada a
los grupos criminales, sirviendo de informante ante las arremetidas del ejército.
Y en lugar de aminorar la presencia del crimen
organizado, México ha exportado la violencia. Los pequeños países de Centroamérica
han sido los receptores de capos que buscan nuevos horizontes ante la guerra
que les ha declarado el Estado mexicano. Una de las consecuencias directas se
puede ver en Honduras, que se ha convertido en el país que reporta más
homicidios en el continente.
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