Comúnmente, las dependencias gubernamentales suelen publicar
los porcentajes de índices de lectura en base a encuestas realizadas a los
ciudadanos, muchas veces sin tomar en cuenta los números de ventas de las
librerías y de préstamos de las bibliotecas, por lo que ese tipo de resultados
siempre son sospechosos de estar alterados, y no precisamente por los
encuestadores, sino por los encuestados.
Cuando a una persona le preguntan cuál es el partido
político con el que más se identifica, lo más probable es que responda con la
verdad si es que no se trata de un partido extremista y muy desprestigiado. Si también
le preguntan por qué candidatos piensa votar, igualmente es probable que su
respuesta sea sincera.
Y así con muchas cosas más respecto a las cuales puede
ser encuestada la gente. Pero con los libros la cuestión es diferente. Si a alguien
le preguntan cuántos libros leyó durante los últimos doce meses, y si la
respuesta es “ninguno”, lo más probable es que no la diga.
Seguramente para casi nadie es fácil tener a un
encuestador enfrente y reconocer ante él “no
leo, no he leído un solo libro en el último año”. Aunque se trata de algo
demasiado común, lo más probable es que a la gente le dé vergüenza decirlo.
Quizás las personas que no leen optan mejor por sacarse un
número de la manga para esquivar el bochornoso momento, aunque no tan grande,
cuatro o cinco libros, tan sólo los necesarios para que el encuestador no
piense que está ante un completo inculto.
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