Cada 5 de mayo, los presidentes estadounidenses celebran en la
Casa Blanca la
Batalla de Puebla,
ocurrida en esta fecha en 1862, en la que el ejército mexicano venció al francés; Barack Obama incluso ha pronunciado
elogiosos discursos hacia un general mexicano de apellido Zaragoza; los yanquis
en este día suelen felicitar a los mexicanos que viven en su país, y llaman a
la celebración la fiesta mexicana, pero
¿por qué?
Érase una vez, un emperador de Francia llamado Napoleón III que pretendía igualar las
gestas heroicas de su tío, para ello invadió México, con la intención de
conquistar el país rápido y contemplar después la posibilidad de mirar hacia el
norte del continente. Estados Unidos en ese entonces ya era un país más
poderoso que Francia, pero estaba atravesando una sangrienta guerra civil que
le impedía pensar en cualquier otro enemigo.
Las pretensiones napoleónicas preocupaban al propio Abraham Lincoln. Francia no dejaba de
ser una potencia mundial y no quería tenerla como enemiga cuando requería de
todo su ejército para someter al rebelde Sur. El respeto y el nada disimulado
temor que habían ganado ya los Estados Unidos en Europa estarían en peligro de
desaparecer si no eran capaces de sacudirse el peligro francés.
Pero todo cambió radicalmente cuando el general
mexicano Ignacio Zaragoza, al mando
de un ejército de bisoños con armas obsoletas y para colmo insuficientes, derrotó
al orgulloso ejército francés a las afueras de la ciudad de Puebla y lo obligó
a retirarse.
De allí en adelante, ya no fue Francia quien amenazó a
los Estados Unidos, sino al contrario. Los yanquis se libraron de cualquier
temor hacia el ejército francés y empezaron a ayudar con armas a los mexicanos.
Y cuando alcanzaron la paz, se dieron el lujo de ponerle un ultimátum a Napoleón
III para que retirara sus tropas de México, previa formación de sus divisiones
en la frontera para que quedara claro que no mentían.
Por eso los yanquis conocen y celebran la batalla del
5 de mayo, porque de manera indirecta los benefició, les dio tranquilidad para
dedicarse a su propia guerra y la posibilidad de humillar con incontables
bravuconadas a Napoleón III, hechos que aún agradecen a sus vecinos los
mexicanos.
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