La luna de miel de Cristina Fernández de Kirchner con los argentinos terminó hace ya
bastante tiempo, pese a que aún se habla de la reforma necesaria para que ella
pueda aspirar a un tercer mandato consecutivo, como si hubiera algún argentino
despistado dispuesto a votarla. Con todo, ha sobrevivido en el mando sorteando
los malos ratos causados por la inflación durante los últimos meses, pero lo
cierto es que desde hace unos días sus problemas han aumentado
considerablemente.
La presidenta del país hispano territorialmente más
grande del globo no la está pasando nada bien. No porque han salido a la luz
rumores, o verdades -que a veces ambos destrozan por igual-, verdaderamente
devastadores.
El domingo pasado el periodista argentino Jorge Lanata mostró los planos de la
mansión Kirchner en El Calafate, donde supuestamente hay una bóveda
acondicionada para guardar en ella miles de millones de euros presuntamente sustraídos
de forma indebida de las arcas públicas por el matrimonio presidencial.
Pero ese escándalo podría ser una pequeñez comparado
con el otro que le cayó encima a Cristina
Fernández: la acusan, junto a su hijo Máximo, del homicidio de su propio
esposo, usando como medio el terrorífico y característico de profesionales
balazo en la nuca.
Si la presidenta se ganó el apodo de Viuda Negra por vestir de negro desde
que enviudó en el 2010, ahora ya podrían llamarla así por una acción más propia
del mote: la de asesinar a su marido, aunque de momento sólo sea una acusación
no probada.
Fernández
de Kirchner tiene muchas cosas que atender en estos
momentos, aparte de probar su inocencia. Debería de darle prioridad a la economía
argentina y dejar para después su necesidad de que Google retire de la red el vídeo
que le dedicó la banda The Rockadictos,
donde una representación virtual suya, ante la mirada del mismísimo Barack Obama, satisface sus necesidades
más íntimas. Y, por supuesto, también debería de dejar para otros tiempos más
tranquilos su querida y adictiva serie Juego
de Tronos.
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