A veces. Existen casos en los que un país con una
población culta lo demuestra en la solidez de sus instituciones, con una economía
casi siempre en crecimiento, con una equitativa aplicación de la justicia y con
un notable respeto a los derechos humanos. Aunque no siempre es así.
Un caso notable de los beneficios de la cultura es
Alemania. El país quedó devastado por la Segunda Guerra Mundial cuando ésta
terminó en 1945. Seis años después la economía de Alemania Occidental era de
las más prosperas del mundo.
México vendría a ser la contraparte. Hace poco más de
un siglo que inició la Revolución Mexicana
y el país aún no se repone del todo. Los mexicanos tenían antes de 1910 la
satisfacción de que su moneda se le enfrentaba cara a cara al dólar
estadounidense y de poseer un sistema ferroviario de primer nivel -el mismo que
incluso usarían los revolucionarios en la guerra civil-. El peso mexicano no ha
vuelto jamás a compararse con el dólar y el sistema ferroviario continúa como
quedó al concluir la revolución: destruido. Quizás la respuesta a ello está en
que aun cuando el índice de lectura entre los mexicanos ha crecido notablemente
en los últimos años, todavía está demasiado lejos de poder compararse con el de
países como Noruega, Finlandia y Japón, e incluso con otros que ostentan un nivel medio.
Pero también existen casos en los que un país muy
culto no es próspero. La Argentina
tiene fama de ser el país de la hispanidad donde más se lee, fama que ha
conservado durante un siglo pese a dictaduras militares, pésimos gobiernos y
caos social. Y precisamente el rostro actual de la Argentina , con un
ministro de economía que casi llora o finge un desmayo antes de hablar de
inflamación, demuestra que la cultura y el progreso, aunque deberían, no
siempre van de la mano.
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