En todo el mundo se preveía un Brasil absorbido por la
pasión en los días que corren, el fútbol en ese enorme país sudamericano es
cosa sería, es la alegría de la gente, lo que la entristece o lo que casi la
mata de felicidad, según le vaya a su Selección en un torneo importante.
La celebración de la Copa Confederaciones
allí suponía de antemano un acontecimiento de gran relevancia. La Selección
Brasileña tendría la posibilidad de medirse en casa y rodeada de su público a España,
Italia y al siempre peligroso para ella México, que en las pasadas olimpiadas
le arrebató la medalla de oro de las manos.
El gobierno también esperaba con ansias el evento. Económicamente
la Copa Confederaciones
es muy rentable: hoteles, restaurantes, bares y demás llenos a reventar, un
derrame económico nada desdeñable y un ensayo para la Copa del Mundo que se
avecina.
No obstante, Brasil sí está ardiendo, pero el fútbol
ha pasado a un segundo plano. Las protestas de inconformes con el sistema en
varias ciudades tienen al gobierno de cabeza, justo ahora que se esperaba
fueran días de alegría y festejos.
Y precisamente por la fecha que escogieron los
indignados, saltan prontas varias preguntas: ¿por qué justo ahora?, ¿se trata
de un movimiento espontáneo o de un proyecto minuciosamente planeado para
sabotear el evento?
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