Haciendo un análisis muy general sobre la política a
nivel mundial tan sólo de la última década, salta a la vista algo que nadie
podría negar con un argumento sólido: que la izquierda y la democracia no son
compatibles.
La democracia algunas veces sí le sirve a la izquierda
sólo para adueñarse del poder, pero después es un estorbo, un enemigo del
proceso revolucionario que debe de ser intervenido, forzado y si es necesario
suprimido.
Los presidentes de izquierda, aunque hayan llegado a
la presidencia de su país por la vía del voto y prometiendo irse tras el período
acordado con los votantes, siempre encuentran un pretexto para apuñalar a la
democracia y quedarse, como Hugo Chávez, quien dijo antes de tomar las riendas de Venezuela: “Si
resulta que soy un fiasco, un fracaso…, que justifique mi salida del poder
antes de los cinco años, yo estaría dispuesto a hacerlo”. Y aunque hizo del suyo uno de los países más inseguros para las inversiones y para sus propios
compatriotas, se quedó catorce y se fue porque la muerte lo obligó.
Pero Chávez no fue el único. Sus amigos y aliados en el
continente tienen un marcado historial de amor al poder. Muchos se han
enamorado de la presidencia y se han quedado en el puesto esté como esté la economía.
Rafael Correa, Evo Morales y Daniel Ortega van camino a soldarse a la
presidencia tantos años como los dictadores árabes que acaban de ser
defenestrados. En cuanto a Cristina Fernández de Kirchner, también quiere el
puesto para toda la vida, aunque sus posibilidades de gobernar otro período
presidencial son mínimas.
Al que recientemente le impidieron perpetuarse como rey en el poder fue a Manuel Zelaya, hecho que
provocó un enorme odio continental contra el legislativo hondureño por,
simplemente, aplicar la ley. Y a Fernando Lugo, por su parte, le permitieron gobernar muy poco tiempo, apenas cuatro años, y para un líder izquierdista eso es menos que nada.
Los antecedentes vigentes y recientes más irrefutables del amor de la
izquierda por el poder absoluto son Cuba y Corea del Norte. A Fidel nadie pudo
convencerlo de que se fuera más que su misma edad, ni las prostitutas ni los
balseros que se jugaban la vida para llegar a Miami durante su reinado.
En Cuba y en Corea del Norte también se ha visto cómo
una dictadura comunista pasa a ser una monarquía hereditaria de padre a hijo y
de hermano a hermano antes que un país libre y democratico.
La izquierda suele reclamar un espacio cuando sólo es
parte de la oposición, pero luego se ve que lo quiere todo: los tres poderes,
el país, las empresas, la vida de los ciudadanos y, por su puesto -y lo más
grave-, la libertad de éstos.
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