El descontrolado índice de nacimientos que se
registran en los países en vías lejanas de desarrollo supone un problema para
los deficientes gobiernos. En la mayoría de los casos, con una economía paupérrima,
a los padres de en promedio seis retoños no les alcanza para darles lo más
indispensable: comida, salud, vestimenta y escolaridad.
Los gobiernos en lugar de bajar los impuestos y crear
leyes laborales desde un punto de vista lógico para generar empleo y que de esa
manera esos padres puedan mantener a sus hijos, se erigen como protectores de
los retoños, prácticamente los adoptan y se los cargan al erario público hasta
que son económicamente activos, dándoles en el proceso y en la medida de lo posible una vida
miserable. Así las cosas, en un país pobre con un gobierno torpe el que nazcan
muchos niños es un problema.
Pero la situación es bien distinta en un país rico. Allí
el problema es lo contrario. Las mujeres van a la universidad, leen a Freud y a Ayn Rand y deciden que sin niños y un marido están mejor, que su
libertad es un bien muy preciado y que no quieren pasarse lo que les queda de
su juventud subiendo de peso, pariendo, cambiando pañales y meciendo cunas.
Ese derecho que cualquier mujer es libre de ejercer y
del que muchas en el mundo ya gozan de sus privilegios, golpea fuertemente a la economía.
Los países tienen que producir, hace falta mano de obra para que una sociedad se
mueva. Y hacen falta generaciones que sustituyan a las que se van jubilando. Si
una se desaparece por la sencilla razón de que las mujeres se niegan a
parir, llegará un momento en que habrá muchos jubilados y nadie que trabaje. Será
un caos total.
Un país tercermundista con exceso de niños y jóvenes
puede cambiar para bien con reformas sabias que fomenten el empleo. Pero un país
sin niños tiene serios problemas y en esa situación ya están muchos. Si las
mujeres se siguen negando a parir, quizás llegará el momento en que los
gobiernos producirán niños al estilo de Un
mundo feliz, la celebre novela de Aldous
Huxley.
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