Puede
pensarse que los gobiernos que limitan a las libertades y se adueñan de todo
dentro de un país, son sólo las dictaduras militares, pero no siempre es así.
Las exigencias populistas y el deseo de los políticos por seducir a las masas,
provocan que en las democracias más avanzadas, el Estado se convierta en el
peor enemigo de los hombres libres.
Eso
ocurre debido a que quienes viven del Estado se esmeran demasiado en atribuirle
a éste una importancia que siglos de historia han demostrado que no tiene.
Muchos podrán opinar que eso es cierto, pero que tienen una disculpa debido a
que creen que el Estado es la principal vía para sacar a un pueblo adelante.
Pero,
indudablemente, hace falta demasiada ingenuidad para creer tal cosa. La verdad
es que aquéllos que promueven el crecimiento del Estado están interesados en
hacer creer a los demás que ellos, que viven del dinero de los contribuyentes
sin necesidad de dar verdaderas pruebas de merecerlo, son indispensables.
Eso,
visto está, no es cierto. Infinidad de funciones que el Estado por la fuerza se
atribuye podrían salir mucho más económicas y darían mejores resultados si
estuvieran a cargo de la iniciativa privada. Por poner un ejemplo: la
educación. Allá donde el Estado se atribuye la obligación de educar a la niñez
se desperdicia el dinero de una forma aterradora. Pero, peor aún, se
desperdician seres humanos.
Alguien
podría decir que eso es verdad, que los niños educados por el Estado medio
saben leer, menos que eso saben escribir y no aciertan nunca en las operaciones
matemáticas más elementales, pero que esa educación, por deficiente que sea, es
gratis.
Quien
piensa eso comete un terrible un error. Si bien es cierto que a muchos no les
cuesta nada que el Estado eche a perder a sus hijos, detrás de ello se esconde
un crimen que no tiene justificación. El Estado no es una fuente de recursos,
sin embargo los demanda para llevar a cabo las funciones que se atribuye.
Y
ese macabro ritual que consiste en encerrar a inocentes niños con un despiadado
y fanático sindicalista, que el Estado descaradamente llama clase, tiene un
costo muy alto que sale de los bolsillos de los ciudadanos que trabajan y no
esconden sus ingresos. Y, por supuesto, los que más pagan son aquéllos que
tienen el valor de aprovechar la libertad.
Si
hay por allí un ciudadano que tuvo un desmedido éxito gracias a la educación
que imparte el Estado, no debería de darles las gracias a los políticos, porque
ellos nada le dieron. Los verdaderos responsables son aquellos personajes que
han tenido el valor de luchar por sus sueños y de arriesgarlo todo, los que
saben que con valor, dedicación e inteligencia no hay imposibles, porque ellos
son las victimas preferidas del Estado, y quienes pagan a regañadientes los
milagros que los políticos se atribuyen para poder seguir viviendo sin hacer
mucho esfuerzo.
Lo
anterior, con sus respetivas variantes, ocurre con las pensiones, la venta de
servicios y toda función en la cual el Estado pretenda ser único e
indispensable. Si el Estado ha surgido amparado estrictamente por la
democracia, de todas formas se fracasa incansablemente, se cometen innumerables
y absurdos errores y se desaparece el dinero con la magia que brinda la
corrupción y la irresponsabilidad.
La
democracia permite que la gran mayoría en un país pueda elegir a los
gobernantes. Si eso es un bien, entonces es el único que emana de ella, porque
todo lo demás que da es bastante cuestionable. Y aun así, es probable que la
democracia sea la más adecuada forma de gobierno que existe. Lo de probable
tiene importancia debido a que en la democracia cuenta el voto de los
perezosos, de los que adoran la ignorancia, de los fanáticos, de los irresponsables,
y en suma de todos aquéllos que desconocen lo que es el Estado y lo que puede
esperarse de él.
Todos
los políticos del mundo, o una aterradora mayoría, podrían ser definidos con
esta frase: “Trabaja para tener contentos a los que podrían votar por él y así
enriquecerse sin hacer gran mérito”. El primer paso para que un político se
enriquezca es tener felices a sus posibles seguidores. Primero el cargo
publico, después el dinero.
Y
cuando los votantes del aspirante a millonario son fanáticos, egoístas o
ignorantes que no saben ni se interesan por saber lo que es mejor para su país,
aun así éste no hará absolutamente nada que vaya en contra de los deseos de
ellos. Y si, por el contrario, se muestran hambrientos de que el Estado les
regale cosas por el simple hecho de existir, las recibirán si saben pedirlas en
el lugar correcto, aunque para ello el Estado se vea en la necesidad de
asfixiar más a sus contribuyentes, que a fin de cuentas éstos comúnmente son
pocos y por lo tanto no pueden hacer mucho daño con su voto.
Si
alguien piensa que ese gran precio bien vale la pena siempre y cuando el Estado
democrático, por ser tal, todo lo demás lo haga bien, naturalmente se equivoca.
En el Estado democrático se finge eficiencia, se le da paso de tortuga a todo
proyecto para argumentar que está bien estudiado; también son muchos los que
opinan, cuestionan y tratan de imponer. Y semejante abuso del despropósito
conduce invariablemente al desmesurado consumo de los recursos públicos, los
mismos que anteriormente estuvieron en el bolsillo de hombres libres que no se
niegan a hacer la labor más digna del mundo: llevarse el pan a la boca por
medio del trabajo.
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