Brasil ha sido promocionado desde hace algunos años
como el país donde la izquierda sí ha hecho las cosas bien. Lula ha sido
descrito por algunos analistas como uno de los más brillantes jefes de Estado
de lo que va del siglo, bien diferente al radical Hugo Chávez y a todos sus
hijos ideológicos. El enorme país sudamericano es considerado la potencia
emergente de América, por encima de México y de todos sus vecinos. Es la octava
economía del mundo, posición que para muchos indica buena calidad de vida y
prosperidad para los ciudadanos.
Pero no. Las cosas son un poco diferentes de cómo se
perciben y cómo se promocionan. Brasil es una gran economía porque produce
mucho. Tiene más de cien millones de trabajadores. Si reuniéramos en el
desierto del Sahara cien mil fábricas de muy diversos productos, por supuesto
que allí habría una economía importante, pero y la justicia, la salud, la
transparencia, la seguridad, la educación, las libertades y las posibilidades
para que un individuo pueda prosperar, ¿dónde queda todo eso?
Si bien es bueno que Brasil produzca mucho, eso no
garantiza que la sociedad funcione a las mil maravillas. Hay muchas funciones
que el Estado debe de hacer bien o mejor dejarlas al sector privado que son
necesarias para que un país funcione.
Lo que se busca de un Estado no es que dé la felicidad
a cada uno de sus ciudadanos, sino que propicie las condiciones necesarias para
que ellos puedan luchar por obtenerla. Ése es el verdadero logro de un
gobierno, y en Brasil, por lo que dejan ver las protestas, está muy lejos de
ser una realidad.
En el principado de Mónaco quizás se produce el .01%
de lo que se produce en Brasil, pero si el gobierno provee las condiciones para
que los ciudadanos vivan en paz, conformes con su vida y su economía, es un
gran país. Así de sencillo.
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