domingo, 30 de junio de 2013

Cuando el Estado lo acapara todo

Existen, como es bien sabido, varios tipos de Estados, y no es una exageración decir que todos son un problema. Pero con algunos es posible lidiar, trabajar y progresar, mientras que con otros es necesario sujetarse a estrictas y absurdas reglas para salvar, entre otras cosas, la vida.

Evidentemente, aquellos Estados que ofrecen más libertades pertenecen a países desarrollados, donde el nivel cultural de la población es respetable. Allí ya la gran mayoría de las personas no cree en los milagros del Estado, y prefiere adquirirlos en otra parte, donde su precio es mucho más reducido.

 Pero hay -muy lamentablemente- otros países donde los milagros del Estado son, según la creencia de la mayoría de los habitantes, el único medio de salir adelante.

Es en países donde impera el fanatismo, hijo primogénito de la ignorancia, donde también pocas personas, a veces una sola, tienen la posibilidad de convertirse en el Estado. El pueblo, en estos casos, no tiene inconveniente en que un solo personaje ponga y disponga a su antojo, porque ve en él el camino para dejar atrás una vida de pobreza.

Es entonces cuando el Estado se apodera de todo, y, por consecuencia, cuando se comete el más terrible atentado contra la libertad. En países así un hombre emprendedor tiene las manos atadas, porque el Estado es el principal productor y no telera la competencia.

El destino que le espera a un país en tales condiciones es, con sobrados argumentos por la historia reciente, el desastre total. Un Estado empresario nunca ha funcionado y no hay motivos para creer que lo hará. Las empresas que alguna vez fueron privadas en cuanto caen en manos del Estado empiezan una precipitada caída libre.

La razón por la que esto ocurre es muy sencilla: por una empresa privada se preocupa su dueño, porque un enorme esfuerzo le costó crearla a él o a uno de sus antecesores; en cambio las empresas publicas, muchas veces tienen su origen en una arbitraria expropiación, por lo que a nadie le preocupa y quienes la controlan la ven como una fuente de ingresos sin que eso signifique hacer un esfuerzo.

Lo anterior nos enseña dos cosas importantes. Primero: que lo único que se logra cuando se le permite al Estado que lo acapare todo, es perder la libertar y sumir a la población en la más triste esclavitud. Segundo: cuando algo pertenece a un número determinado de personas que no se esforzaron para conseguirlo, es evidente que no le concederán el valor que tiene y la llevarán a la ruina. Por lo tanto, solo aquéllos que ejerciendo su derecho a la libertad han creado algo saben lo que vale.

Uno de los más terribles crímenes que puede cometer el Estado, es quitarle a alguien lo que su inteligencia, valor y esfuerzo le ha costado. Y fomentar tal situación es algo aún peor, pero no por ello muchos se privan del derecho de hacerlo.

Lamentablemente, la abundancia de ejemplos donde el Estado todo lo ha destruido no son suficientes para que los pueblos empiecen a darse cuenta de que una vida mejor viene gracias al esfuerzo que cada quien haga. Allá donde la cultura todavía no tiene el valor de asomarse, muchos están dispuestos a seguir esperando sentados a que un caudillo se convierta en Estado y les resuelva la vida sin hacer más merito que el de ir junto a él y gritar su nombre.

Algo que no se puede negar, es que un Estado déspota viene como consecuencia de los errores de la gran mayoría en una sociedad. La razón será la ignorancia, la pereza, la avaricia, la inocencia o la insensatez,  o todas juntas, pero un Estado no es importado, nace y tiene éxito en la medida en que el pueblo que lo padece se lo permite.

Con el Estado pasa lo mismo que con un hijo malformado que cuando ya no depende de sus padres hace con ellos lo que quiere. Los regimenes totalitarios han empezado muchas veces con fanáticos que se creen mesías fingiendo ser mendigos y que cuando se les coloca en el poder sacan los dientes y no toleran la más mínima contradicción. 

Cuando la sociedad permite que un régimen totalitario se apodere de todo, paga las más terribles consecuencias. A los caudillos que en tales situaciones integran el Estado, se les puede odiar y criticar, porque dan sobrados motivos para ello. Lo que no se puede hacer es decirlo. Y es que lo que más detesta un caudillo totalitarista, y por lo que pone más empeño en destruir, es la libertad. En las dictaduras no gustan los hombres libres y serlo o por lo menos sentirse se paga con la vida.

Aquellos que por la fuerza se adueñan de un país, creen que solo lo que ellos piensan es correcto, y por eso piensan que cualquier forma de llevarles la contra es un atentado contra el bien común. El poder a esas alturas enloquece y un caudillo que lo posee no ve ningún mal en sacrificar a unos cuantos miles - o millones según haga falta y se disponga de víctimas- para lograr los objetivos que le dicta su conciencia.
  
Es por eso que una dictadura es el extremo al que puede llegar el Estado en su milenaria lucha contra la libertad, porque en ellas se cometen los peores crímenes contra seres humanos inocentes, que la mayoría de las veces sólo buscan vivir y dejar vivir, trabajar, educar a sus hijos, en suma, la facilidad, pero eso para el Estado muchas veces es un crimen.

Los que integran el Estado, en todos los niveles de la pirámide, jamás en ninguna parte del mundo han permitido a un pueblo intentar hallar la felicidad si ellos no son felices primero. El día que los integrantes de un Estado sean mendigos, será porque anteriormente ya mataron a los contribuyentes de hambre.

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