Existen,
como es bien sabido, varios tipos de Estados, y no es una exageración decir que
todos son un problema. Pero con algunos es posible lidiar, trabajar y
progresar, mientras que con otros es necesario sujetarse a estrictas y absurdas
reglas para salvar, entre otras cosas, la vida.
Evidentemente,
aquellos Estados que ofrecen más libertades pertenecen a países desarrollados,
donde el nivel cultural de la población es respetable. Allí ya la gran mayoría
de las personas no cree en los milagros del Estado, y prefiere adquirirlos en
otra parte, donde su precio es mucho más reducido.
Pero hay -muy lamentablemente- otros países
donde los milagros del Estado son, según la creencia de la mayoría de los
habitantes, el único medio de salir adelante.
Es
en países donde impera el fanatismo, hijo primogénito de la ignorancia, donde
también pocas personas, a veces una sola, tienen la posibilidad de convertirse
en el Estado. El pueblo, en estos casos, no tiene inconveniente en que un solo
personaje ponga y disponga a su antojo, porque ve en él el camino para dejar
atrás una vida de pobreza.
Es
entonces cuando el Estado se apodera de todo, y, por consecuencia, cuando se
comete el más terrible atentado contra la libertad. En países así un hombre
emprendedor tiene las manos atadas, porque el Estado es el principal productor
y no telera la competencia.
El
destino que le espera a un país en tales condiciones es, con sobrados
argumentos por la historia reciente, el desastre total. Un Estado empresario
nunca ha funcionado y no hay motivos para creer que lo hará. Las empresas que
alguna vez fueron privadas en cuanto caen en manos del Estado empiezan una
precipitada caída libre.
La
razón por la que esto ocurre es muy sencilla: por una empresa privada se
preocupa su dueño, porque un enorme esfuerzo le costó crearla a él o a uno de sus antecesores; en cambio las empresas
publicas, muchas veces tienen su origen en una arbitraria expropiación, por lo
que a nadie le preocupa y quienes la controlan la ven como una fuente de
ingresos sin que eso signifique hacer un esfuerzo.
Lo
anterior nos enseña dos cosas importantes. Primero: que lo único que se logra
cuando se le permite al Estado que lo acapare todo, es perder la libertar y
sumir a la población en la más triste esclavitud. Segundo: cuando algo
pertenece a un número determinado de personas que no se esforzaron para
conseguirlo, es evidente que no le concederán el valor que tiene y la llevarán
a la ruina. Por lo tanto, solo aquéllos que ejerciendo su derecho a la libertad
han creado algo saben lo que vale.
Uno
de los más terribles crímenes que puede cometer el Estado, es quitarle a
alguien lo que su inteligencia, valor y esfuerzo le ha costado. Y fomentar tal
situación es algo aún peor, pero no por ello muchos se privan del derecho de
hacerlo.
Lamentablemente,
la abundancia de ejemplos donde el Estado todo lo ha destruido no son
suficientes para que los pueblos empiecen a darse cuenta de que una vida mejor
viene gracias al esfuerzo que cada quien haga. Allá donde la cultura todavía no
tiene el valor de asomarse, muchos están dispuestos a seguir esperando sentados
a que un caudillo se convierta en Estado y les resuelva la vida sin hacer más
merito que el de ir junto a él y gritar su nombre.
Algo
que no se puede negar, es que un Estado déspota viene como consecuencia de los
errores de la gran mayoría en una sociedad. La razón será la ignorancia, la
pereza, la avaricia, la inocencia o la insensatez, o todas juntas, pero un Estado no es
importado, nace y tiene éxito en la medida en que el pueblo que lo padece se lo
permite.
Con
el Estado pasa lo mismo que con un hijo malformado que cuando ya no depende de
sus padres hace con ellos lo que quiere. Los regimenes totalitarios han
empezado muchas veces con fanáticos que se creen mesías fingiendo ser mendigos
y que cuando se les coloca en el poder sacan los dientes y no toleran la más
mínima contradicción.
Cuando
la sociedad permite que un régimen totalitario se apodere de todo, paga las más
terribles consecuencias. A los caudillos que en tales situaciones integran el
Estado, se les puede odiar y criticar, porque dan sobrados motivos para ello.
Lo que no se puede hacer es decirlo. Y es que lo que más detesta un caudillo
totalitarista, y por lo que pone más empeño en destruir, es la libertad. En las
dictaduras no gustan los hombres libres y serlo o por lo menos sentirse se paga
con la vida.
Aquellos
que por la fuerza se adueñan de un país, creen que solo lo que ellos piensan es
correcto, y por eso piensan que cualquier forma de llevarles la contra es un
atentado contra el bien común. El poder a esas alturas enloquece y un caudillo
que lo posee no ve ningún mal en sacrificar a unos cuantos miles - o millones
según haga falta y se disponga de víctimas- para lograr los objetivos que le
dicta su conciencia.
Es
por eso que una dictadura es el extremo al que puede llegar el Estado en su
milenaria lucha contra la libertad, porque en ellas se cometen los peores
crímenes contra seres humanos inocentes, que la mayoría de las veces sólo
buscan vivir y dejar vivir, trabajar, educar a sus hijos, en suma, la
facilidad, pero eso para el Estado muchas veces es un crimen.
Los
que integran el Estado, en todos los niveles de la pirámide, jamás en ninguna
parte del mundo han permitido a un pueblo intentar hallar la felicidad si ellos
no son felices primero. El día que los integrantes de un Estado sean mendigos,
será porque anteriormente ya mataron a los contribuyentes de hambre.
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