La clase política, o sea los servidores públicos, llámese
alcaldes, gobernadores, jueces, legisladores, ministros, etc y etc, son un
sector de la población en cada país, pequeño en porcentaje pero siempre más
grande de lo que es debido. Por ejemplo, en Grecia suponen el 7% de los griegos
y el 20% de los que trabajan.
En todos los países del mundo, dictaduras y
democracias, esta clase política genera un círculo de protección a su
alrededor, se otorgan sin permiso de los contribuyentes privilegios muy por
encima de los que goza un trabajador del sector privado. Laboran por lo general
pocas horas al día, descansan dos días a la semana, su salario está muy por
encima de lo que amerita lo que producen y el gremio los hace inmunes a ciertas
leyes. O a todas según el rango.
Los miembros de la clase política también se
caracterizan porque son los últimos en sentir las crisis económicas. Las empresas
privadas quiebran y despiden al personal, pero las dependencias públicas no
quiebran, se sostienen con los impuestos que entran del sector privado. Y el
hecho de que muchos negocios se arruinen y dejen de contribuir no les afecta en
gran medida. Solucionan ese faltante subiendo los impuestos a los que aún no
van a la quiebra. Sencillo. Para ellos.
El Estado se la pasa alardeando de que lucha contra la
inflación. Pero todo lo que hace lo contradice. El famoso IVA, al que los
servidores públicos aman con locura, y que en algunos países puede ser de hasta
un 22% y cuando menos es del 5%, es una inflación planeada y decretada por el
Estado para tener solvencia. Por ejemplo, cuando un argentino compra algo en
una tienda, tiene la certeza de que esa señora de negro que lo gobierna y toda
la clase política que la rodea le han subido un 21% al mencionado producto.
Decir que esta clase política lucha contra el resto
del mundo no es una mentira ni una exageración, al contrario, es una verdad tan
grande como una pirámide. Las pruebas saltan a la vista sin ser buscadas. En la
actualidad muchos países que hace un lustro gozaban de una economía en
crecimiento son completas ruinas. Pero sus dirigentes parece que no quieren
solucionar el problema, ¿para qué, si la crisis la padecen aquéllos que
trabajan en el sector privado?
Se supone que los gobiernos tendrían que fomentar el
crecimiento económico, no subirlo por decreto al estilo bolivariano. Para ello
una reducción considerable de impuestos ayudaría mucho, provocaría la creación
de empresas y, lo más importante, de empleos. Pero el Estado necesita dinero
para el sostenimiento de los privilegios de la clase política, por lo tanto se
niega rotundamente a prescindir de los impuestos que necesita por un par de
años, mientras el barco se endereza, y lo que hace es seguir machacando al
contribuyente que todavía puede contribuir con subidas de impuestos. En tiempos
de crisis, nótese. El economista más idiota del mundo sabe que eso empeora el problema.
Pero el Estado lo hace porque esa clase política que lo compone no puede perder
sus privilegios. Punto.
Pedirle al Estado que reduzca sus gastos para que
salga más barato al contribuyente es pecar de ingenuidad. Cosas tan lógicas
como despedir a los funcionarios públicos en las instituciones que sobran es
impensable. Siempre habrá una silla donde se sienten aunque en su escritorio no
haya un solo papel. Que los presidentes dejen de viajar constantemente con
enormes comitivas que se hospedan en los hoteles más caros es otra petición lógica
pero impracticable. Los presidentes tienen que viajar, aunque nunca quede muy claro a
qué.
Por ejemplo, ¿a qué fueron tantos líderes a la misa de
advenimiento del papa Francisco si el pequeño Vaticano para nada puede ser un
importante socio comercial?, o ¿a qué otros tantos fueron al funeral de Hugo Chávez,
si de todos modos en Venezuela expropian las empresas transnacionales sin un mínimo
de diplomacia?, ¿para qué tener buenas relaciones con los políticos
bolivarianos si es imposible confiar en ellos cuando de libre comercio se
trata?
La clase política se caracteriza por escandalizar con
sus gastos innecesarios, ilógicos, absurdos y abusivos, como si tales fueran
sus funciones. El Estado se dice está para proveer a los ciudadanos de justicia
y seguridad, principalmente, y para hacer un administrado y correcto uso del
dinero que le dan los contribuyentes. Pero ésas son sólo viejas y olvidadas
leyendas.
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