Se supone que la elección del cardenal Bergoglio como
Papa de la Iglesia
católica obedece única y exclusivamente a que los demás cardenales vieron en él
las cualidades necesarias para ser el guía espiritual de los 1.200 millones de
católicos que existen en el mundo, dejando a un lado aspectos presumiblemente
secundarios como lo es su nacionalidad. Pero, viendo el suceso desde una perspectiva
ajena a la religiosidad, puede verse un mensaje, un mensaje de cambio.
Con la elección en 1978 del cardenal polaco Karol Wojtyła, los cardenales iniciaron
un proceso de cambio que exigía la comunidad católica mundial y que no podía
ser ignorado, empezando por la desitalización de la silla de Pedro para dejar
claro que cualquier católico del mundo podía ser Papa.
La elección en el 2005 del cardenal alemán Joseph Ratzinger también tuvo un
mensaje simbólico -aparte de la ratificación de que la era de los Papas
italianos había quedado atrás, por lo pronto-: un Papa alemán precedido de uno
polaco, amigos entre sí, fue una clara muestra de reconciliación para quienes
todavía hace ocho años pugnaban por la vigencia -e influencia- de los horrores del
nazismo.
Si con Wojtyła
inició un proceso, Bergoglio es una
clara continuación. La silla de Pedro tenía que ser ocupada tarde o temprano
por un americano, porque América es el más fuerte bastión del catolicismo en el
mundo. Si hubieran elegido a un cardenal yanqui, el mensaje habría sido mal
recibido: cuando menos se habría interpretado como un homenaje del Vaticano al
Imperio al concederle el derecho de proporcionar al primer Papa nacido en América.
Era acertado inclinarse por un americano, pero también hispano y con impecable reputación.
Pensar que en el siguiente Cónclave podría llegar a la
jefatura del Vaticano un asiático o un africano como parte del proceso de cambio es poco probable. Ni Asia ni África juntos igual la importancia que le puede
conceder a América la Iglesia
católica. Quizás antes que un asiático o un africano a la silla de Pedro llegará
otro americano.
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