En el pasado, la presidenta de la Argentina , Cristina Fernández de Kirchner, y el
cardenal Jorge Mario Bergoglio
tuvieron serias diferencias que parecían, por las posturas e intereses de cada
uno, irreconciliables.
La presidenta es una política con clara formación
izquierdista, donde el ateismo suele ser el tronco de cualquier idea, educada
para ver con naturalidad los matrimonios homosexuales y la adopción de niños
por parejas del mismo sexo. Bergoglio es un fiel representante de una institución
milenaria y conservadora que, a decir de algunos, está enfrascada en una
batalla pérdida contra la modernidad. Era normal que tuvieran sus
encontronazos.
Pero quizás el advenimiento del cardenal a la silla de
Pedro lo ha cambiado todo. El nacionalismo de Cristina probablemente se impuso
sobre cualquier mal recuerdo del pasado producto de sus rencillas con el
cardenal. Tal vez para ella significó mucho que un argentino haya sido el
primer americano que sube a la jefatura de Estado en El Vaticano.
El principio de esa nueva era de probable amistad, o
cuando menos del fin de las hostilidades, se ha sellado con el recibimiento en
audiencia privada a la presidenta por parte del Papa Francisco. Su compatriota es la primera cabeza de Estado a la
que el pontífice recibe.
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