Durante las primeras semanas del gobierno de Peña
Nieto, la violencia podía ser vista como la herencia indeseable de Felipe Calderón, algo con lo que la
nueva administración podía permitirse el lujo de pedir paciencia. Pero las críticas
a Calderón quedaron en el pasado, y los mexicanos le atribuyen la
responsabilidad de poner orden al nuevo jefe de Estado, como tiene que ser.
Antes de que Enrique
Peña Nieto tomara posesión de su cargo, diversos analistas predecían que en el
caso de la violencia tendría mucho tiempo para salirse por la tangente siempre
con el recurso de culpar al antecesor. Nada más lejos de la realidad. Las críticas
le empezaron a llegar pronto y, a sus recientemente cumplidos cien días en el
poder, han arreciado.
Ya se acusa a Peña Nieto de que tiene los mismos
soldados que tenía Calderón en determinadas ciudades y carreteras del país, que
los mismos policías patrullan las mismas zonas y que con él no se ve ningún cambio
significativo, incluso que la violencia ha aumentado durante su aún breve
gobierno.
Apegándose a la realidad, sería ilógico pensar que un
cambio significativo podría apreciarse en tan poco tiempo. La delincuencia es
el peor problema que tiene México y no va a extinguirse de la noche a la
mañana. Quienes votaron por Peña Nieto con la esperanza de que lo solucionara
todo rápido y con técnicas propias de Harry Potter ya deberían de haber
entendido que eso no es posible. Si los soldados están donde estaban con Calderón,
es porque sencillamente allí no han dejado de hacer falta.
El presidente, que ya siente las críticas y ya
comprendió que Calderón, también en el tema crimen organizado, es parte de la
historia reciente, ha pedido un año de prorroga, para poder evaluar los avances
de su “estrategia”, la misma que muchos dicen no ver aún.
Pero en un año de delincuencia en México puede
equivaler a 12.000 víctimas entre culpables, inocentes y policías. Demasiados para
que la opinión pública se lo pueda conceder a Peña Nieto sin tacharlo de
incompetente. Él es el responsable de la seguridad de los mexicanos y,
finalmente, ya sabía cómo estaban las cosas cuando decidió postularse para la
presidencia. Nadie lo engañó.
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