La música fue el primer producto en ser descargado
masivamente de Internet, por la popularidad que la envuelve, por el reducido
peso de los archivos y por otros factores. Luego, gracias a YouTube, ya no fue necesario siquiera
descargarla para poder disfrutarla.
Pero ese fenómeno no ha causado que Ricky Martin, Shakira o Britney Spears
pasen privaciones. Los cantantes tienen la ventaja de que, si las descargas
gratis son inevitables, por lo menos se darán más a conocer e irán más personas
a sus conciertos. También venden su imagen a marcas importantes para
promocionar cualquier producto. En otras palabras, un cantante tiene la
posibilidad de cobrar caro el hecho de que sus canciones suenen mucho en la
red.
Pero en el caso de los escritores la cosa es muy diferente. Un escritor no da conciertos, vive de vender su producto, y si su
producto no vende, no vive. Tampoco, debido al carácter de casi anónimo que los
caracteriza, podríamos ver a un ensayista o novelista anunciando en la tele
rastrillos, ropa o bebidas. Hasta antes de J.
K. Rowling, cualquier escritor podía andar por las calles sin que nadie lo
señalara con el dedo gritando ¡Es él!
Los escritores, casi todos, sólo tienen una forma de
subsistir: vender sus libros. Los cantantes pueden darse el lujo de no vender
copias de sus canciones siempre y cuando se hagan famosos con el hecho de que
otros las disfruten gratis. Por eso homologarlos es una injusticia. Si la
piratería le da a un cantante motivos para no dormir una noche, al escritor
seguro le alcanza para todo el mes.
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