Emocionado y esmerándose por sonar también apasionado
ha informado Nicolás Maduro que murió el presidente de Venezuela, Hugo Chávez, después de una larga
batalla contra la enfermedad que padecía.
El primero problema que tiene que afrontar Maduro no
es organizar para Chávez un funeral bonito, al estilo de un rey o de un papa,
sino el de demostrar, una vez pasada la conmoción, su legitimidad. Chávez, como
bien lo sabe Maduro y la oposición encabezada por Henrique Capriles, nunca tomó posesión como exige la constitución
venezolana para poder encabezar el actual período presidencial. Y si Chávez no
llegó a ser presidente, Maduro no es, no puede ser, vicepresidente.
El gobierno pronto tiene que aceptar unas elecciones,
y la pregunta que ya todo el mundo se hace es si Maduro es capaz de vencer en
las urnas al popular Capriles. Chávez sacaba alguna especie de encanto de su
palabrería y de su conducta desafiante, hacía una política a su extraño modo que le
dio resultados durante los últimos catorce años. El chavismo no lo integran
varios políticos con identidades propias y capaces de sustituirse unos a otros.
El chavismo, hasta hoy, era Chávez, y Chávez ya murió.
La tarea que tienen por delante Maduro y compañía es
extraer un chavismo del hombre que ha muerto y que probablemente se llevará el
suyo a la tumba. Ya dieron el primer paso anunciando un funeral a todo lo
grande, sin austeridad, y ya también sacaron las fuerzas armadas a la calle,
para que la oposición no se atreva a dudar quién manda.
Pero lo que ya es indudable es la orfandad en que han
quedado políticos venezolanos y de otros países de Latinoamérica. Chávez y el
carisma que sacaba de su cotidiana bravuconería ya se han ido. Sus seguidores
usarán su nombre todo cuanto pueda servirles para retener el poder. Pero quién
sabe si sólo un nombre sin el hombre les alcance para no perder su actual
privilegiada posición. Los meses que vienen serán cruciales para el futuro de
Venezuela.
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